-¿Existe el infierno? ¿Y el paraíso? Y si existen, ¿dónde se encuentran sus puertas? ¿Y cómo se hace para entrar?
Ese samurái era un espíritu simple. No se complicaba con la filosofía y sólo quería saber cómo entrar en el cielo y evitar el infierno. Para responder, Hakuin adoptó un lenguaje al alcance del samurái.
-¿Quién eres? -preguntó.
-Yo soy un samurái -contestó el hombre.
En el Japón, el samurái es un guerrero perfecto que no vacila un segundo en dar su vida cuando es necesario.
-Soy el primero de los samuráis -continuó orgulloso el visitante-. Hasta el emperador me respeta.
-¿Tú eres un samurái? -se burló Hakuin-. Más bien pareces un miserable bribón.
Herido en su amor propio, el samurái olvidó el motivo de su visita y desenvainó la espada.
-Ésa es una puerta -dijo Hakuin sonriendo-. La espada, la cólera, la vanidad, el ego son puertas del infierno.
El samurái comprendió la lección y volvió a envainar la espada.
-Y ésa es otra puerta, la del paraíso... -comentó Hakuin.